Por Lic. Danilo Tonti
Liz López es HIV positivo. Se contagió a través de una relación sexual en la que, a su vez, quedó embarazada y tuvo mellizas. De las dos, la que nació con la enfermedad sobrevivió; la que había nacido sana, murió. Liz se hizo amiga de la enfermedad y, con su hija en brazos, militó por derribar prejuicios y construir puentes.
El 24 de agosto de 1999 fue, para Liz, de esos días que
ponen pausa a la rutina; esos que, a la larga, se transforman en la bisagra
entre lo que éramos y lo que, desde allí, empezamos a ser. Ese día, pasado apenas el quinto mes de su
primer embarazo, los médicos le diagnosticaron la infección por VIH. La vida le
ponía enfrente un desafío mucho más grande que el ser madre por primera vez; la
encontraba en el medio de las ilusiones que despierta el dar vida y los miedos
que desata la posibilidad de perderla.
Pero como si el destino desafiara los límites de su
fortaleza, la vida de esa joven, por entonces sólo de 25 años, no dejaría de
recibir fuertes cimbronazos. De sus dos mellizas, que nacieron seismesinas, una
fallece a los dos meses de estar en terapia, lo que implicó un duro golpe para
los sueños de aquella madre primeriza. A su vez, el 17 de noviembre de ese
mismo año, casi tres meses después de haberse enterado de la enfermedad que
padecía, los médicos le informan que la niña que había quedado con vida padecía
HIV y que, inexplicablemente y por algún motivo, la que había fallecido no. Una
vez más, desde aquel 24 de agosto, Liz sentía que nada volvería a ser como
antes.
Dolor, asimilación, volver a empezar
Se dice que la fortaleza de una persona no se mide tanto por
las veces que ha caído, sino por las oportunidades en que se ha levantado. Pero
el volver a estar de pie, muchas veces, necesita de antemano del dolor.
La primera reacción de Liz al conocer su diagnóstico fue de
bronca y de enojo. La impotencia tomaba cuerpo en esa pregunta que se hace
cuestionamiento y que, en su desconsuelo, no encuentra respuestas: ¿por qué?
“Me contagié con una pareja mía, el papá de mis hijas, mi
novio desde hacía cuatro años; yo no tenía comportamientos sexuales promiscuos.
Entonces lo primero que cuestionás es ¿por qué a mí?”, comparte Liz.
Sin embargo, comenta que la dificultad para asimilar esa
nueva realidad en su vida fue sencilla comparado con la muerte de una de sus
hijas y el conocimiento de que la otra melliza también padecía la enfermedad:
“Del momento en que falleció mi hija, me acuerdo como si fuera hoy. Iba por
Colón y Avellaneda; yo estaba decidida a quitarme la vida porque no iba a poder
con esta cruz. Al cruzar la calle veo una mamá, de alrededor de 60 años, con su
hijo discapacitado de unos 30. ¿Viste esas cosas que te hacen click, que vos
decís por qué? Ahí me di cuenta que si Dios me dio esto es porque lo iba a
poder superar”.
Sin dudas fue ese el momento de ruptura para Liz, ese
instante en el que todo toma un color diferente y en donde una nueva
perspectiva llega para devolverle el sentido a la vida: “Automáticamente dije
‘me voy a hacer amiga de la enfermedad, no va a ser un rival mío’”.
De eso se trata, de hacerse amigo de la enfermedad, de
pensar en lo que viene y no en lo que pudo ser. Encontrar las oportunidades
entre tanta dificultad, ver esa mitad del vaso lleno. Para Liz se trató mucho
más que de retomar el camino: implicó un nuevo rumbo que, en verdad, fue
consecuencia inevitable de su búsqueda de respuestas.
Continuar leyendo. Nota publicada en el Portal de Noticias del Gobierno de Córdoba
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