El texto no es spoiler de la última
temporada.
Por Bruno Reichert*
House of Cards desembarcó con una cuarta temporada que recibió
críticas a la credibilidad del guion. Nada muy distinto a la emisión anterior.
Tal vez esta visión puede neutralizarse con la siguiente premisa: la ficción
debe ser creíble pero no necesariamente realista. Lo cual presenta dos
problemas: este texto se terminaría acá y la propia serie se planteó como
hiperrealista en sus primeras emisiones, así que podemos darnos el lujo de hurgar
en las fisuras.
Tal vez lo más interesante del fenómeno protagonizado por
Kevin Spacy esté en los espectadores que intentan enfrascar el relato en la
vida cotidiana aunque las piezas del rompecabezas no encastren por varios
lados. Es útil remontarse a la mini
serie original de 1990, realizada por la BBC y protagonizada por el genial y
fenecido Ian Richardson. Esta versión sólo tuvo una duración de cuatro
capítulos. Sus otras dos secuelas llevaron títulos distintos aunque replicaban
al mismo personaje. Se situaba en el parlamentarismo bipartidista británico y
eso lo cambia todo: el juego de roles entre miembros del laborismo y
conservadores puede ocasionar que en un momento de crisis, casi cualquier
legislador tome el lugar de Primer Ministro. El sistema presidencialista es más
rígido. Y USA, su inventor, no es distinto. Pocos casos como el de Lyndon
Johnson o el propio Barack Obama son excepciones a la regla. Senadores que
lograron hacerse del cargo sin tener una carrera rutilante dentro del Congreso
norteamericano. Incluso, la serie debió llegar a tomarse otras licencias: el chief of staff fue convertido en un
lacayo que avergonzaría a Parrilli en sus peores épocas de lleva carteras. Todo
para que encaje en el maligno Doug Stamper.
¿Por qué genera semejante fascinación en el espectador
argentino o al menos lo hizo casi unánimemente al principio? Primero, es cierto
que el formato es sólido en actuaciones y diálogos que dan cuenta de cómo
afectan las relaciones personales a la política. Pero luego viene esa necesidad
colectiva de hacer la historia parte del día a día de la rosca argenta. Y,
claro, lo único que se logró fueron los análisis más estúpidos que se puedan
encontrar.
Es cierto que del llano político local se puede salir
gracias a un dedo del Ejecutivo que bendiga al elegido apuntándolo. Esa discrecionalidad prescinde de los endorsement que hacen de contrapesos
institucionales en la política norteamericana. En los últimos años, los
benditos, más preparados para hacer
trizas la calesita que para juntar la suficiente cantidad de votos, fueron
puestos en la primera línea electoral. Pero, incluso, (y por suerte) esta
característica que se fue acentuando con el tiempo no cambia principios de
funcionamiento básicos, ni mucho menos hace que el guión de HOC una copia de
nuestros concilios locales.
Periodistas de años de trayectoria comparaban a Miguel Ángel
Pichetto con Frank Underwood. Pero cuando el rionegrino quiso saltar del
legislativo nacional a la gobernación de su provincia, una urna voló por encima
de su cabeza. Porque los grandes rosqueros vernáculos pagan su precio como
justificadores oficiales. En el caso de Pichetto, su inteligencia tras
bambalinas no eclipsa el hecho de ser la cara visible de un gobierno que
permitió que luego de años de inflación, atraso cambiario y falta de inversión
en infraestructura, hizo que los productores del Alto Valle llenaran las
banquinas de peras y manzanas que no podían colocar en ningún mercado. En el
Congreso tal vez podía parecer que el patagónico podía recuperar. De más está
desarrollar el caso de Aníbal Fernández o el del niño ungido Axel Kicillof, los
peores de los calesiteros.
El Frank Underwood de la ficción arma operaciones, ensucia
sus propias manos, puede ser tan sutil como sanguinario y (hasta ahora) sigue
avanzando a pesar de todo. Es un personaje hecho para divertirnos pero patinado
con las características propias de un político liberal de izquierda
norteamericano. Rasgos que podrían no existir en él porque también están los
republicanos más recalcitrantes y los outsiders como Trump. Pero ese perfil le
sirve a los guionistas para bajar línea: la despreocupación por los límites de
la sexualidad, su polarización con el falso Putin, encarnación verosímil del
peligro de la pérdida de libertades individuales. Underwood, y allí está su
riqueza como personaje, no es un envase sin valores. Es un pragmático con trazos sociopáticos. Un
personaje que cubre toda la trama más allá de los contextos. Y eso sólo puede
ocurrir en la ficción. No está mal si lo tenemos en claro.
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