miércoles, 16 de marzo de 2016

House of Cards: Ficción y sólo ficción

El texto no es spoiler de la última temporada.
House of Cards desembarcó con una cuarta temporada que recibió críticas a la credibilidad del guion. Nada muy distinto a la emisión anterior. Tal vez esta visión puede neutralizarse con la siguiente premisa: la ficción debe ser creíble pero no necesariamente realista. Lo cual presenta dos problemas: este texto se terminaría acá y la propia serie se planteó como hiperrealista en sus primeras emisiones, así que podemos darnos el lujo de hurgar en las fisuras.
Tal vez lo más interesante del fenómeno protagonizado por Kevin Spacy esté en los espectadores que intentan enfrascar el relato en la vida cotidiana aunque las piezas del rompecabezas no encastren por varios lados. Es útil remontarse a la mini serie original de 1990, realizada por la BBC y protagonizada por el genial y fenecido Ian Richardson. Esta versión sólo tuvo una duración de cuatro capítulos. Sus otras dos secuelas llevaron títulos distintos aunque replicaban al mismo personaje. Se situaba en el parlamentarismo bipartidista británico y eso lo cambia todo: el juego de roles entre miembros del laborismo y conservadores puede ocasionar que en un momento de crisis, casi cualquier legislador tome el lugar de Primer Ministro. El sistema presidencialista es más rígido. Y USA, su inventor, no es distinto. Pocos casos como el de Lyndon Johnson o el propio Barack Obama son excepciones a la regla. Senadores que lograron hacerse del cargo sin tener una carrera rutilante dentro del Congreso norteamericano. Incluso, la serie debió llegar a tomarse otras licencias: el chief of staff fue convertido en un lacayo que avergonzaría a Parrilli en sus peores épocas de lleva carteras. Todo para que encaje en el maligno Doug Stamper.
¿Por qué genera semejante fascinación en el espectador argentino o al menos lo hizo casi unánimemente al principio? Primero, es cierto que el formato es sólido en actuaciones y diálogos que dan cuenta de cómo afectan las relaciones personales a la política. Pero luego viene esa necesidad colectiva de hacer la historia parte del día a día de la rosca argenta. Y, claro, lo único que se logró fueron los análisis más estúpidos que se puedan encontrar.
Es cierto que del llano político local se puede salir gracias a un dedo del Ejecutivo que bendiga al elegido apuntándolo. Esa discrecionalidad prescinde de los endorsement que hacen de contrapesos institucionales en la política norteamericana. En los últimos años, los benditos, más preparados para  hacer trizas la calesita que para juntar la suficiente cantidad de votos, fueron puestos en la primera línea electoral. Pero, incluso, (y por suerte) esta característica que se fue acentuando con el tiempo no cambia principios de funcionamiento básicos, ni mucho menos hace que el guión de HOC una copia de nuestros concilios locales.
Periodistas de años de trayectoria comparaban a Miguel Ángel Pichetto con Frank Underwood. Pero cuando el rionegrino quiso saltar del legislativo nacional a la gobernación de su provincia, una urna voló por encima de su cabeza. Porque los grandes rosqueros vernáculos pagan su precio como justificadores oficiales. En el caso de Pichetto, su inteligencia tras bambalinas no eclipsa el hecho de ser la cara visible de un gobierno que permitió que luego de años de inflación, atraso cambiario y falta de inversión en infraestructura, hizo que los productores del Alto Valle llenaran las banquinas de peras y manzanas que no podían colocar en ningún mercado. En el Congreso tal vez podía parecer que el patagónico podía recuperar. De más está desarrollar el caso de Aníbal Fernández o el del niño ungido Axel Kicillof, los peores de los calesiteros.
El Frank Underwood de la ficción arma operaciones, ensucia sus propias manos, puede ser tan sutil como sanguinario y (hasta ahora) sigue avanzando a pesar de todo. Es un personaje hecho para divertirnos pero patinado con las características propias de un político liberal de izquierda norteamericano. Rasgos que podrían no existir en él porque también están los republicanos más recalcitrantes y los outsiders como Trump. Pero ese perfil le sirve a los guionistas para bajar línea: la despreocupación por los límites de la sexualidad, su polarización con el falso Putin, encarnación verosímil del peligro de la pérdida de libertades individuales. Underwood, y allí está su riqueza como personaje, no es un envase sin valores. Es un pragmático con trazos sociopáticos. Un personaje que cubre toda la trama más allá de los contextos. Y eso sólo puede ocurrir en la ficción. No está mal si lo tenemos en claro.

(*)Bruno Reichert es periodista y Community Manager. Colaborador externo de juventudpartidaria en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Seguí a Bruno en las redes sociales: Facebook y Twitter.

No hay comentarios.: